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La imagología de cara al presente a la luz de la hermenéutica analógico-contextual: el caso de la construcción imagológica del aborigen en la literatura argentina
Imagology as for the Present in the Light of the Analogical-ContextualHermeneutics: the Case of the Imagological Construction of theAborigine in the Argentine Literature.
A imagologia de cara ao presente à luz da hermenêutica analógicocontextual:o caso da construção imagética do aborígene na literaturaargentina
La imagología de cara al presente a la luz de la hermenéutica analógico-contextual: el caso de la construcción imagológica del aborigen en la literatura argentina
Enfoques, vol. XXX, núm. 2, 2018
Universidad Adventista del Plata
Recepción: 20 Octubre 2016
Aprobación: 20 Abril 2017
Resumen: Con el objeto de avanzar en el sentido que le imprimió a la imagología el francés Jean-Marc Moura, quien la acercó a las teorías hermenéuticas de Ricoeur, propongo actualizar aún más ese movimiento, ahora en dirección a la hermenéutica analógica, corriente interpretativa que ha formulado a lo largo de las dos últimas décadas Mauricio Beuchot. Por último, en la misma línea de pensamiento, resulta necesario avanzar hacia la hermenéutica analógica-contextual, derivada por José Luis Jerez junto con el mismo Beuchot. Analizamos el caso de la construcción imagológica del aborigen en la literatura argentina.
Palabras clave: Imagología, Hermenéutica, Analogía, Contexto, Literatura.
Abstract: With the purpose of moving forward in the direction given to Imagology by Jean- Marc Moura, who related it to Ricoeur´s hermeneutic theories, we must step ahead even further, now towards analogical hermeneutics, formulated during these past two decades by Mauricio Beuchot. Finally, we move onto analogic-contextual hermeneutics, derived by José Luis Jerez together with Beuchot himself. We analyze the case of the imagological construction of the aborigine in Argentine literature.
Keywords: Imagology, Hermeneutics, Analogy, Context, Literature.
Resumo: Com o objetivo de avançar no sentido que o francês Jean-Marc Moura deu à imagologia, que a aproximou das teorias hermenêuticas de Ricoeur, proponho atualizar ainda mais esse movimento, agora no sentido da hermenêutica analógica, uma corrente interpretativa que tem formulado nas duas últimas décadas Mauricio Beuchot. Por último, na mesma linha de pensamento, é necessário avançar em direção à hermenêutica analógico-contextual, derivada por José Luis Jerez em conjunto com o próprio Beuchot. Analisamos o caso da construção imagética do aborígine na literatura argentina.
Palavras-chave: Imagologia, Hermenêutica, Analogia, Contexto, Literatura.
El mundo se conoce por los extremos: los enanos nos dan la medida de los gigantes, y los bárbaros la medida de la civilización.1
Introducción
El siguiente trabajo se propone profundizar el desarrollo que la imagología como disciplina nacida de las literaturas comparadas ha tenido desde la consolidación de su autonomía por haber definido objeto y método propios, para dar un paso más en el estudio de sus alcances y posibilidades.
Como he explicado en artículos anteriores,2 la imagología ha despegado de las literaturas comparadas y ha evolucionado asistida por disciplinas auxiliares como la historia de las mentalidades, la antropología y la semiología. Su objeto de estudio propio, dentro de este marco actualizado, es el reconocimiento y la interpretación de las imágenes elaboradas en el discurso literario -sea este ficcional o no- acerca de los Otros, que generalmente conducen a la identificación de imágenes del Yo, a partir de un método dialógico entre identidad y alteridad, con el fin de desentrañar las tensiones entre ideología y utopía, en términos de Paul Ricoeur,3 que subyacen en estas imágenes, denominadas imagotipos.4
Para avanzar en el sentido que le imprimió a esta disciplina el francés Jean-Marc Moura,5 quien la acercó a las teorías hermenéuticas de Ricoeur, propongo actualizar aún más ese movimiento, ahora en dirección a la hermenéutica analógica, corriente interpretativa que ha formulado a lo largo de las dos últimas décadas Mauricio Beuchot,6 un filósofo mexicano influenciado por el argentino Enrique Dussel y motivado personalmente por el propio Ricoeur. Por último, en la misma línea de pensamiento, resulta necesario avanzar hacia la hermenéutica analógica-contextual, derivada por José Luis Jerez7 junto con el mismo Beuchot.
La imagología en diálogo con la hermenéutica analógico-contextual
Entendemos que los imagotipos son signos icónicos, si seguimos la clasificación de Pierce,8 puesto que son imágenes y remiten de manera directa al objeto por su semejanza, es decir, representan un objeto por analogía. No obstante, son imágenes complejas por su estructura dialógica: se construyen desde la percepción que un sujeto tiene de un Otro, pero en diálogo con la imagen que tiene de sí mismo. Es decir, un imagotipo encierra, en rigor, dos signos icónicos -cada uno, analógico en sí mismo en función del objeto que representa, ya sea este el Yo o el Otro- tensionados entre sí por una relación dialógica en función de semejanzas y diferencias que, por lo tanto, solamente puede ser comprendida analógicamente. Los heteroimagotipos son las imágenes que un Yo elabora de un Otro, construidas por analogía con las imágenes que tiene de sí mismo. En sentido inverso y complementario, los autoimagotipos son las imágenes del Yo que surgen del contraste con las imágenes del Otro, a partir de las cuales el Yo se identifica.
Debido a que los imagotipos se manifiestan en textos,9 desde la lectura/ escucha atenta podemos identificarlos e interpretarlos. Por este motivo, planteamos la necesidad de empezar a pensar la relación que existe entre imagología y hermenéutica, sobre todo después de haber explicado en trabajos anteriores que la primera no siempre estudia las imágenes que una cultura o nación tiene de otras, como se sostuvo en los orígenes de la disciplina dentro de las literaturas comparadas. Superada esta instancia, se entiende que pueden ser objeto de estudio todas las construcciones imagológicas de un Yo individual o colectivo sobre un Otro individual o colectivo, incluso si ambos individuos o grupos pertenecen a la misma cultura o nación, puesto que, aun así, pueden presentar diferencias étnicas, religiosas, de género, o simplemente pertenecer a distintas tribus urbanas, por dar algunos ejemplos que demuestran que la imagología excede el campo de estudio de las literaturas comparadas. La hermenéutica trabaja con determinados elementos esenciales: texto, autor, lector y contexto. La hermenéutica analógica propone evitar los extremos alcanzados en etapas anteriores: el textualismo y el contextualismo.
Mauricio Beuchot explica:
El textualismo es de los positivistas, que consideran que el texto por sí solo entrega su significado, sin casi atender al contexto, como si hablara por sí mismo. Lo viví en la filosofía analítica, por ejemplo en filosofía de la ciencia, en la que no se tomaba en cuenta prácticamente nada de la historia de las teorías, sino solamente su consistencia interna, su rigor lógico, y pretenden recuperar el sentido literal de modo completo. Pero el contextualismo, muy presente en los filósofos posmodernos, pretende, al revés, que el texto ya no vale por sí mismo, que todo lo va a encontrar el lector en el contexto, que el contexto no solamente condiciona, sino que determina, la interpretación. […] Los primeros profesan una hermenéutica unívoca, demasiado pretenciosa; los segundos mantienen una hermenéutica equívoca, excesivamente derrotada, vencida. Por eso hace falta una hermenéutica analógica, que defienda los derechos del autor, para que se busque lo más posible su intencionalidad, pero que también dé cuenta de que siempre se inmiscuye la intencionalidad del lector, que es la que llega a predominar, aunque sea un poco.10
Sabemos que Mario Bunge ha criticado la hermenéutica, no obstante, sus observaciones responden claramente a las falencias que ambos extremos -univocidad y equivocidad- presentan. En palabras del propio Bunge, la hermenéutica desprecia los factores ambientales (univocidad) y rechaza abordar los hechos macrosociales, por lo tanto, constituye un obstáculo para la investigación de las verdades acerca de la sociedad; asimismo, la línea posmoderna derivada principalmente de los planteos filosóficos de Martín Heidegger desprecia los modelos matemáticos y se distancia del método científico (equivocidad).11
El lunes 31 de marzo de 2008, Bunge pronunció una conferencia en la Universidad de Barcelona, invitado por la Fundación Ernest Lluch. Por esos días, la editorial Gedisa publicaba el primer volumen de los ocho que conforman la obra maestra de Bunge, su Tratado de filosofía, escrito originariamente en inglés, como casi todos sus libros. La conferencia trató sobre el estudio de los problemas desde el enfoque complejo, sistemista, que postula que todas las cosas son un sistema o parte de un sistema y que para estudiarlas hay que comprender cuatro elementos: su composición, su entorno, su estructura y su mecanismo. Los objetos no son simples ni aislados, sino que pertenecen a un sistema. Por consiguiente, tanto reducirlos a un individualismo extremo (univocidad) como estudiarlos desde un punto de vista demasiado global (equivocidad) sería caer en el error. “Los unos ven los árboles, pero se les escapa el bosque; los otros ven el bosque, pero no los árboles”, es una de sus célebres conclusiones.
En un movimiento superador, la hermenéutica analógica podría eximirse de las críticas planteadas por Bunge, puesto que piensa en el texto como un objeto que es parte de un sistema, un texto que presenta una composición, con estructura propia y mecanismos que se manifiestan dentro de un entorno determinado. En este sentido, la hermenéutica analógico- contextual responde aún más a la idea bungeana de “sistema” porque hace mayor hincapié en el rol fundamental del contexto o “entorno” a la hora de poner un límite tanto a la univocidad como a la equivocidad, puesto que en él están insertos el autor y el lector y, también, contenidas (y restringidas) sus posibles intencionalidades. En este mismo sentido, Daniel-Henry Pageaux,12 uno de los primeros franceses en comprender los alcances de esta disciplina, explicó que gran parte de los desvíos en los estudios imagológicos se debía tanto al abordaje descontextualizado de los textos como a la pérdida de conciencia de que hay una estructura del texto que no debe responder a modelos y esquemas rígidos que lo conviertan en un inventario de imágenes o estereotipos.13 Jean-Marc Moura, quien retoma las ideas de Pageaux, también aborda los textos de manera tanto inmanente como contextual, pero su método de análisis se sostiene sobre todo en la teoría hermenéutica de Paul Ricoeur. Por este motivo, incorpora del antropólogo francés los conceptos de “imaginación reproductiva” e “imaginación productiva”. La primera -propia de las ideologías- “reproduce” o retoma imágenes ya existentes en la comunidad; la segunda -propia de las utopías- genera o crea imágenes nuevas para la cultura del autor. Ambos conceptos son analógicos y pueden ser estudiados en función de distintos contextos, que para Moura son “niveles de interpretación”: el nacional, el internacional, y el del propio autor y su obra, de carácter más particular. De esta manera, la imagología revisada por los franceses recupera -sin establecer una conexión explícita entre ambas disciplinas- la importancia de los cuatro elementos que Beuchot considera constitutivos de la instancia interpretativa o hermenéutica: texto, autor, lector y contexto.14
El contexto es, sin duda, una parte fundamental del acontecimiento hermenéutico, el cual consta de texto, autor, lector y un contexto que es el que le dará el significado. Por eso interpretar es poner un texto en su contexto. Las fallas de la comunicación suelen deberse a la descontextualización; cuando una expresión se saca de contexto, pierde el significado original que se le dio, es decir, no responde ya a la intención del autor, que es la que se trata de preservar siempre en la hermenéutica.15
Beuchot explica que el contexto es también lo que limita las posibilidades interpretativas del texto. “Por eso una hermenéutica analógica insiste en la atención del contexto, para limitar la equivocidad (y también la univocidad). Por eso puede decirse que la analogía es equivocidad con límites, limitada gracias a la relación con el contexto”.16 La analogía es proporción y es la clave del equilibrio en la interpretación. La univocidad admite una sola interpretación como válida; la equivocidad posmoderna termina por dar a entender que todas las interpretaciones pueden ser válidas: ambas representan el fin de la hermenéutica, puesto que ninguna realiza un verdadero trabajo de reconstrucción de los posibles significados de un texto. La hermenéutica analógica, limitada por las posibilidades que le da el contexto, acepta que pueda haber varias interpretaciones, pero no ilimitadas.
Por eso una hermenéutica analógico-contextual ofrece garantías de salvaguardar la interpretación, pues según el contexto se aproximará más a la univocidad o a la equivocidad. Por ejemplo, si se trata de un texto científico, tiene que hacer lo primero, pero en un texto literario hará lo segundo.17
Jeréz, en sus conversaciones con Beuchot, explica que hay una parte “dada” en el sentido de un texto. Es lo que le viene del contexto. Pero hay otra parte que debe ser “interpretada” y, en ese proceso, se construyen nuevos sentidos.18 No obstante, también se llega a la interpretación desde una tradición y una cultura que nos determinan porque nos llenan de presupuestos. Beuchot retoma a Gadamer para superar esta coyuntura y recupera su idea de “fusión de horizontes”19 al decir: “Logramos entender, sobre todo al otro, cuando realizamos una fusión de horizontes, cuando fundimos nuestros parámetros con los suyos. Y por eso es muy necesario ampliar continuamente nuestros marcos de referencia”.20 Al relacionar estas ideas de Gadamer con algunas nociones de Ricoeur ya expuestas, podemos decir que, si dos imaginaciones reproductivas de sus propias tradiciones se encuentran y dialogan de manera abierta, pueden generar imaginación productiva o creativa.
Así como la hermenéutica es un método de interpretación para alcanzar la comprensión de un texto (en sentido amplio), la imagología también lo es, pero puntualmente para desentrañar las imágenes construidas sobre la alteridad, y -por refracción- sobre la identidad, encerradas en el texto. En ambos casos, nos inclinamos hacia un modelo analógico-contextual.
El contexto es mucho más que una coyuntura espacio-temporal. Es también un marco epistemológico e ideológico. Por eso mismo, podemos hablar de “contexto de producción textual” y de “contexto de interpretación textual”,21 y esto es sumamente importante tanto para la hermenéutica como para la imagología. Si Gadamer proponía una fusión de horizontes, lo hacía en función de las distancias que suele haber entre estos dos contextos, y entre la tradición cultural del autor/emisor y la propia del lector/receptor. A su vez, la analogía nos permite hallar el punto de equilibrio, la justa proporción, el lugar de encuentro entre estos dos contextos, así como también conocer nuestra propia tradición y superarla en un diálogo abierto, no dicotómico,22 con otras tradiciones. En consecuencia, tanto la hermenéutica analógico-contextual como la imagología asisten a la imaginación productiva en la creación de nuevas interpretaciones, aunque limitadas en posibilidades y adecuación por los mismos contextos.
Explican Jerez y Beuchot que
… la hermenéutica analógica, en tanto que política de la interpretación, descontextualiza para recontextualizar, esto es, produce, creando nuevas simbolicidades. De esta manera se da a la tarea crítico-reflexiva de transformación práctico-teórica. Es movida por la acción transformadora y tiene la fuerza para des-totalizar los regímenes de verdad que de manera unívoca se organizaron discursivamente dentro de la denominada modernidad. Destotaliza retotalizando un mundo nuevo de simbolicidades que no cierre el diálogo por inconmensurabilidad de particularismos inconclusos, no por abstracciones dogmáticas y universalistas. La hermenéutica analógica interviene en el conflicto de las interpretaciones, para dar cuenta del valor de la ontología, como también así, de una epistemología que sirvan de apoyo semántico en nuestro trato lingüístico con el mundo.23
De esta manera, llegamos a otro punto en común, y fundamental, entre la hermenéutica analógico-contextual y la imagología en su fase actual: se presentan ante el lector y el investigador, inmersos en las teorías poscoloniales, como disciplinas idóneas para la deconstrucción de los discursos totalizadores y una interpretación crítica de las construcciones de la alteridad.
A continuación, desarrollaremos un estudio de caso, con el objeto de desplegar el potencial hermenéutico analógico-contextual inmanente en la imagología y, asimismo, dar cuenta de sus capacidades particulares para la deconstrucción de los mecanismos de elaboración de las imágenes de la alteridad, en función de los mecanismos que construyen la identidad.
El caso de la construcción imagológica del aborigen en la literatura argentina
Nos proponemos en el presente apartado trazar una línea evolutiva de los imagotipos construidos acerca de los indios desde los primeros encuentros entre europeos y aborígenes hasta el presente. Esta evolución varía en los distintos países del continente americano, por este motivo, nos centraremos en los imagotipos originarios y posteriores que encontraron eco en la literatura argentina. Dicha línea evolutiva se divide, a nuestro parecer, en diferentes etapas.
La etapa originaria
En primer lugar, ubicamos la etapa originaria, que se inicia con el descubrimiento de América y abarca el período de su colonización (siglos xv-xviii) y da comienzo a una serie de imagotipos originarios o fundacionales, a partir de los cuales seguirán construyéndose los nuevos en las etapas subsiguientes. Aquí, surgieron las ideas maniqueas del buen y el mal salvaje instaladas por los primeros debates acerca de la cuestión del indio.24 Encontramos al “salvaje malo” en oposición con su imagotipo positivo, la utopía del “hombre natural” o “salvaje bueno”, consolidada por el humanismo ilustrado, pero originada en el material escrito por los primeros cronistas que se vieron en la necesidad de fabular acerca del mundo indígena que descubrían para conservar los beneficios de la Corona, entusiasmada con el potencial de semejantes hallazgos. Esta idea utópica aparece plasmada en el capítulo “De los caníbales” en el “Libro I” de los Ensayos (1533-1592) de Montaigne.25 Allí se plantea la posibilidad de una nación alejada de los cánones de la civilización, exenta de desigualdades sociales y económicas, puesto que no existirían ricos ni pobres ni jerarquías basadas en vasallos y señores. Tampoco habría herencias y los seres humanos vivirían ociosos porque la madre naturaleza ofrecería todo lo necesario sin esfuerzo alguno. Las actividades económicas como el comercio o las tareas agrícolas quedarían desterradas, y todo metal o moneda carecería de sentido. Tampoco sería necesaria la existencia de jueces para dirimir pleitos, ya que para Montaigne, vocablos como “mentira”, “traición”, “envidia” y “avaricia” serían inauditos. El conocimiento de las letras o de los números o de cualquier otro estudio no tendría ningún asidero, es decir, que lo que se plantea es la antigua oposición entre naturaleza y civilización, desde una perspectiva utópica. A su vez, la literatura de los misioneros galos, sobre todo jesuitas, que viajaron a América en el siglo xviii, “llevó a Rousseau a la exaltación del hombre natural y a la condena del hombre civilizado; es decir, deformado, envilecido y degenerado física y espiritualmente”26 y a escribir su primer ensayo sobre el tema: Discurso sobre la desigualdad entre los hombres, en 1755.
Por otra parte, el “mal salvaje” está estrechamente vinculado con otro imagotipo: el del indio animalizado. El dilema metafísico que causó el descubrimiento de otra forma de existencia aparece ya planteado en la primera literatura sobre “el Nuevo Mundo”. En palabras tomadas de Todorov para explicar este fenómeno, se trata de “desconocidos, extranjeros que, en el caso límite, dudo en reconocer nuestra pertenencia común a una misma especie”.27 Uno de los planteos metafísicos iniciales de la conquista española llegó a los ámbitos eclesiásticos y abrió el debate sobre la cuestión ontológica de los indios, incluso sobre si debían ser considerados seres humanos o animales. El padre Las Casas recoge testimonios “animalistas” en su Historia de las Indias. Estos testimonios fueron revisados por el estudioso franciscano Lino Gómez Canedo, quien puso en duda su veracidad a partir de su tesis acerca de las exageraciones permanentes en el texto de Las Casas y de que no hay testimonios seguros de “teorías animalistas”.28 Fuesen falsas o certeras las denuncias de Las Casas, lo cierto es que instalaron el imagotipo del indio bestial o animalizado en los textos sobre “el Nuevo Mundo” y en la literatura posterior, ya gestada en América. El salvaje malo o animalizado se opone a la idea de buen salvaje porque manifiesta la crueldad y el primitivismo del animal que carece de conciencia entre el bien y el mal, entre la razón y los instintos, entre la ley y la fuerza.
Ambos imagotipos nacidos en esta primera etapa, tanto el del buen salvaje como el del malo, siguieron vigentes en la mentalidad dicotómica que caracterizó la estructura del pensamiento moderno hasta fines de la década de los años sesenta del siglo xx, en que comenzó a resquebrajarse. Algunos ejemplos de ellos en nuestra literatura son La Cautiva, de Echeverría, poema que muestra al indio como mal salvaje y animalizado, al igual que La vuelta del Martín Fierro de José Hernández, en el que se produce el episodio de la cautiva, rescatada por Fierro, de las “garras” del indio que había matado a su pequeño hijo. El caso de la novela Lucía Miranda de Eduarda Mansilla -basada en una extensa tradición del mito protonacional originado por Ruy Díaz de Guzmán en La Argentina manuscrita (1612)- es paradigmático porque presenta a dos indios hermanos, Siripo y Marangoré, que son gemelos y aparecen como personajes antagónicos. Siripo representa al mal salvaje -aunque, por cierto, no animalizado, puesto que es sumamente inteligente y locuaz- y Marangoré, al indio bueno, inclinado hacia la paz y la convivencia. El indio bueno es vencido por el malo en la tradición del mito y así lo conserva Eduarda Mansilla en su novela. El triunfo de Siripo conduce al fracaso de la expedición de Caboto y a la muerte trágica de la protagonista y de su joven esposo. En todas las versiones de la tradición del mito sobre Lucía Miranda, el intento de sometimiento de la mujer blanca y su muerte son los motivos que “legitiman” la Conquista como represalia, aunque la versión de Mansilla tenga otros matices, tales como la propuesta del mestizaje como proyecto para la construcción de la nación argentina.29
Otro imagotipo iniciado en esta etapa originaria, cercano al de la animalización, es el del indio como ser monstruoso. La idea se origina en que ese ser, hasta entonces desconocido, no lograba ubicarse dentro de las clasificaciones y los parámetros estipulados por la ciencia, y entonces pertenecía al ámbito de lo “maravilloso”. Dentro de este imagotipo, encontramos variantes como el “canibalismo” y el “gigantismo” según las comunidades a las que los textos se refieren. En su relato de viaje inaugural por América del Sur, Primer viaje alrededor del mundo, escrito entre 1519 y 1522, Antonio Pigafetta inicia ambos imagotipos sobre los indios que habitaban los territorios de la actual Argentina:
A los trece días de nuestro arribo al Brasil, continuamos el viaje, haciendo rumbo al S., hasta llegar a los 34° 20´ latitud, y fondeamos cerca de la desembocadura de un río. A los habitantes se les da la denominación de caníbales; comen carne humana. Uno de ellos, más arriesgado que sus compañeros, de estatura gigantesca y con voz tan ronca que parecía un toro, vino hacia la nave capitana…30
El río al que se refiere Pigafetta es el Río de la Plata. Resulta curioso observar que califica a los indios de esta región de caníbales sin haberlos visto antes, seguramente por tomar como referencia los relatos orales acerca de las expediciones de Juan Díaz de Solís, quien descubrió el Mar Dulce -el Río de la Plata- en 1516. Era vox populi que Solís y varios de sus hombres habían sido asesinados, descuartizados, asados y devorados por indios posteriormente identificados como charrúas, a la vista de los sobrevivientes que huían en sus naves; y así lo refiere Antonio de Herrera en su Historia General de las Indias Occidentales (1601, década 1.°, libro 7.°, cap. 9), a pesar de que aquella no era una comunidad de indios caníbales.
Se ha estudiado que estos pueblos no practicaban la antropofagia, excepto en casos de hambrunas extremas, como también sucedió entre los blancos que se aventuraron a estas tierras, como se documenta, por ejemplo, en las crónicas y poemas sobre la primera fundación de Buenos Aires (Ulrico Schmidel 1567; Luis de Miranda c. 1541). Los únicos indios antropófagos en todo el territorio que llegó a ser el Virreinato del Río de la Plata fueron los tupí-guaraní, que habitaban la zona actual del Paraguay.31“La antropofagia se practicaba entre la rama tupi-guaraní, y más específicamente entre los tupinambás, quienes sacrificaban a sus enemigos en señal de restitución”.32
Por otra parte, resulta extraño que Pigafetta ubique a los “gigantes” en tales geografías. Luego describirá de la misma manera a los habitantes de la bahía de San Julián y de otras regiones más australes donde vivían los tehuelches, y explicará que su capitán, Magallanes, “dio a esas gentes el nombre de Patagones”.33 Existen varias teorías acerca del origen del término. Por ejemplo, un estudioso de la Patagonia, Antonio Álvarez, señala que
… “patagao” es una deformación de “patao”, que en el idioma de Magallanes significa galocha o tamango, y por el propio Pigafetta se sabe que los tehuelches usaban un calzado tosco y holgado; tan es así que por aquel tiempo se llamaba patagón una antigua moneda de lata de Flandes y el Franco Condado, por sus bordes irregulares, y según “La Gran Encyclopedie”, en clara alusión a los pies de los patagones.34
Muchas versiones del origen del nombre “patagón” -en su mayoría relacionadas con la creencia acerca del tamaño descomunal de los pies de los tehuelches- son revisadas y refutadas por María Rosa Lida de Malkiel35 (1976), quien elabora su propia teoría: explica la importante influencia que los libros de caballerías tuvieron en la mirada de los adelantados sobre las tierras que descubrían, pues fueron el principal material de lectura y entretenimiento europeo durante más de tres siglos y habían calado hondo en el imaginario social. Algunos de los textos más célebres del género fueron los pertenecientes al ciclo de los palmerines, iniciado por el Palmerín de Oliva en 1511. Un año después, apareció Primaleón, la segunda parte de la saga. Allí el héroe encuentra una isla habitada por seres incivilizados, entre los que se destaca un ser mitad hombre y mitad animal -con figura humana, pero rostro de perro-, de físico descomunal, cuyo nombre varía entre “Patagón” y “Patagó” en el texto. La investigadora especula que, inspirado en estas aventuras literarias, Magallanes pensó en ese nombre para denominar la región36 y a sus habitantes.37 Y explica que “sin duda Pigafetta no creyó necesario glosar la designación impuesta por Magallanes y familiar a todos por la leidísima novela”.38 La estudiosa confiesa no haber podido consultar el texto original para elaborar su investigación, por ser actualmente una “rareza bibliográfica”, y que debió basarse en el trabajo de Miss Mary Patchell “The Palmerín Romances in Elizabethan Prose Fiction” para conocer las particularidades del personaje llamado Patagó(n). En nuestra opinión, a diferencia de la de otros teóricos,39 esta circunstancia no le resta mérito ni probabilidad a su teoría del epónimo. Además, gracias a la tecnología actual, hemos dado con una transcripción del texto original presente en la compilación elaborada por José Manuel Lucía Megías, Antología de libros de caballerías castellanos, que toma los capítulos 140-141 de la edición de Marín Piña del Primaleón (1998), donde se corrobora lo siguiente:
Mi buen señor, -dixo Palatín-, la mayor población que ella tiene es en la costa de la mar; y a una parte d´esta isla ay muy grandes montañas y, de poco tiempo a esta parte, moran en ellas una gente muy partada de todas las otras que ay en ella, porque biven ansí como animales y son muy bravos y esquivos y comen carne cruda de lo que caçan por las montañas. Y son ansí como salvajes que no traen sino vestiduras de pieles de las animalias que matan y son tan desemejadas, que es cosa maravillosa de ver. Mas todo es nada con un hombre que agora ay entr´ellos que se llama Patagón. Y este Patagón dizen que lo engendró un animal que ay en aquellas montañas, qu´es el más desemejado que ay en el mundo, salvo que tiene mucho entendimiento y es muy amigo de las mugeres. Y dizen que ovo que aver con una de aquellas patagonas, que ansí las llamamos nosotros por salvajes, y que aquel animal engendró en ella aquel fijo; y esto tiénenlo por muy cierto según salió desemejado,40 que tiene la cabeça como de can y las orejas tan grandes que le llegan fasta los hombros, y los dientes muy agudos y grandes que le salen fuera de la boca retuertos, y los pies de manera de ciervo y corre tan ligero que no ay quien lo pueda alcanzar. Y algunos que lo han visto dizen d´él maravillas. Y él anda de contino por los montes caçando y trae dos leones de traílla con que faze sus caças y trae un arco en sus manos con saetas muy agudas con que fiere.41
El imagotipo de los patagones como gigantes se sostuvo en la literatura posterior, como se puede apreciar en la crónica La Argentina manuscrita de Ruy Díaz de Guzmán (c. 1612), que menciona a “unos gigantes de monstruosa magnitud”,42 hasta bien avanzado el siglo xix, a pesar de que, ya en 1839, Darwin diera a conocer en su diario de viaje que estos hombres medían poco más de 1,80 m, altura que muchos ingleses igualarían entonces, y de que Fitz Roy reuniera una serie de razones -pies envueltos en cuero de guanaco que dejaban grandes huellas, cuerpos atléticos y robustos, la costumbre de cruzar los brazos sobre el pecho bajo el abrigo, las largas mantas que los cubrían y llegaban hasta el suelo- por las cuales los patagones parecían ser más corpulentos de lo que realmente eran.43
Una interesante compilación iconográfica y de fragmentos de relatos de viaje alusiva a la imagología de los indios patagones en particular, que da cuenta de la continuidad de estas imágenes, aparece en la reciente y magnífica edición francesa del relato de cautiverio del francés Auguste Guinnard44 realizada por Jean-Paul Duviols (2009) en sus dos anexos: “Dossier iconographique: Le mythe patagon”45 y “Anthologie de textes: Les Patagones vus par les Européens”.46 Dentro de esta última parte, aparece también un fragmento del relato de otro excautivo de los tehuelches, Benjamin Franklin Bourne,47 a pesar de ser norteamericano, por conservar estos imagotipos en pleno siglo xix.
La etapa positivista
La segunda etapa en esta línea evolutiva acerca de la imagen del indio que tuvo influencia en nuestra literatura abarcó el siglo xix, con mayor énfasis en la segunda mitad, es decir, en torno de la “Conquista del Desierto”. La denominamos positivista debido a que esta corriente de pensamiento la atraviesa y define. Esta etapa encierra una contradicción -propia del positivismo- que se manifiesta en los imagotipos que surgen en ella, porque a pesar de que se sostiene que el conocimiento científico está fundado en la experiencia empírica en oposición a lo apriorístico, el abordaje sobre la problemática del indio que se realizó entonces no provino de la observación in situ de las comunidades originarias, sino más bien a partir de un conjunto de estereotipos acerca del indio derivados del determinismo positivista. Esta etapa, a su vez, podría subdividirse en científica y militar, porque estas fueron las dos modalidades que dieron forma a los diferentes imagotipos del indio gestados durante este período de “construcción nacional”.
En los comienzos de la República, los criollos revolucionarios vieron en el aborigen un aliado contra las fuerzas realistas, un integrante de la nueva sociedad argentina que los distinguía claramente de la metrópoli por su lengua, tradición y raza. De hecho, algunos caciques participaron con sus parcialidades en la lucha por la independencia, tanto contra los españoles como contra los ingleses. Algunos de los ideólogos de la revolución, liderados por Mariano Moreno, sostuvieron en sus escritos la necesidad de hermandad entre criollos e indígenas. En el Congreso de Tucumán, se discutió la alternativa de una monarquía inca, que era defendida, entre otros, por San Martín y Belgrano.48 El quechua, el guaraní y el aimara estuvieron presentes en el Acta de Independencia de 1816; el himno de López y Planes evoca las glorias del Imperio inca; a la vez que la bandera creada por Belgrano incluye el Inti incaico. Lo cierto es que el pueblo era multilingüe y si los nuevos gobernantes querían apelar a las masas, debían hacerlo en sus lenguas. Nos consta, por ejemplo, que el general Belgrano debió emplear el guaraní en sus cartas a los habitantes del nordeste argentino y del Paraguay para que se sumaran a la causa de la independencia.49
Esta situación duró poco y no quedó fijada en el imaginario social, pues con posterioridad no es posible rastrear la supervivencia de imagotipos del indio forjados en este período. La realidad de los malones contra los asentamientos de las zonas de frontera comenzaba a ser un problema importante. Y aunque Juan Manuel de Rosas escribió la obra Gramática y diccionario de la lengua pampa, también consideró necesario actuar para proteger la producción de las estancias propias y ajenas. Sus campañas tierra adentro tuvieron la intención de ponerle un alto a estos ataques y recuperar cautivos, como desarrollamos en el comienzo de este capítulo. Si una parcialidad indígena no aceptaba los términos de sus pactos, entonces, se la sometía. De esta manera, logró hacer alianzas con algunos caciques a cambio de cierta tregua respecto de los malones. Estos primeros avances militares al otro lado de la frontera fueron el puntapié inicial en una construcción imagológica del indio que manifestaría su máxima expresión en la literatura generada a partir de 1870 en torno de la Conquista del Desierto: la homogenización y abstracción del indio como “enemigo de la civilización”. En su estudio sobre la “narrativa expedicionaria”, Claudia Torre lo explica de la siguiente manera:
En los años 70 del siglo XIX se iba instalando paulatinamente, en el clima de discusión de Buenos Aires, la idea de que la ofensiva dura contra un “enemigo común” definiría cuestiones claves del programa modernizador en todo el territorio de la República Argentina. Es por esta razón que las obras tendían a homogeneizar la figura y la entidad de indios y tribus muy diversas no sólo por sus costumbres y por la geografía que habitaban sino también por su cercanía con Buenos Aires y por sus diferentes (y en algunos casos inexistentes) relaciones con Buenos Aires. […] ese otro no podía ser plural y diverso. Debía ser uno y claramente identificable, claramente detectable. En nombre de la “civilización” se cuestionaban las marcas indígenas étnicas más genéricas y se las pensaba como peligrosas: el nomadismo, la cultura económica y sus formas de producción así como la religión politeísta.
Lo primero que resultaba evidente era que estas obras trabajaban con la figura del indio no como un enemigo de los estancieros de Buenos Aires, lo que efectivamente eran (en particular los indios maloneros de Salinas Grandes), sino como un problema de carácter nacional que involucraba a todos los sectores de la sociedad y a poderes políticos de varias provincias. Todos los indios quedaban asociados e identificados con un único tipo específico: el indio malonero, nómade, que alternativamente negociaba y guerreaba contra los blancos.50
Este imagotipo fue construido en función de una idea de “antagonismo permanente”,51 que distaba mucho de la realidad de las relaciones entre blancos y aborígenes: comerciales, laborales, religiosas (padrinazgos), bélicas (por ejemplo, como aliados en la guerra contra el Paraguay) y diplomáticas. Por otra parte, las comunidades tehuelches ubicadas en la Patagonia más austral no tenían relaciones con los blancos. Tampoco se las podría encerrar dentro del imagotipo del “indio malonero”, pues no llevaban a cabo esa práctica. Y por su desconocimiento del blanco, su inexperiencia en el tipo de guerra con armas de fuego y su falta de estrategias bélicas, esos grupos de indios apenas pudieron ser considerados como “enemigos” por los militares expedicionarios, aunque así hubieran sido definidos por el Estado.
… la conquista fue un acontecimiento impuesto dado que, en rigor, la peligrosidad de las tribus y el malonerismo despiadado ya habían sido combatidos duramente antes de 1879 y habían tenido un punto de inflexión importante con la muerte del cacique Callvucurá. Las obras, sin embargo, asumen la tarea de contar la guerra de frontera entre indios y militares blancos. Sin embargo, los indios que las filas de los ejércitos expedicionarios -en sus cinco columnas- encontraron a fines de la década del 70 del siglo XIX, poco se parecían a los astutos capitanejos de Catriel y a los temerarios hombres de Pincén y su cultura bélica estaba muy distante de las convocatorias marciales de Callvucurá en Salinas Grandes y de sus diplomacias del desierto que extendieron alianzas y traiciones.52
En paralelo con la narrativa militar o expedicionaria, encontramos la otra modalidad vigente en esta segunda etapa: la científica. Los viajes de exploradores ingleses a la Patagonia iniciaron esta línea que es continuada luego por los científicos argentinos que exploran el potencial económico de estas tierras antes, durante y después de la Conquista del Desierto. Entre los ingleses, como sostienen algunos estudios imagológicos,53 se destaca el trabajo de Charles Darwin por haber dejado asentada la teoría acerca del “primitivismo” ontológico del indio, es decir, la idea de que el indio está ubicado en una instancia evolutiva anterior a la del hombre blanco. En un comienzo se hablaba de la necesidad de educar a estos contemporáneos primitivos para poder integrarlos a la civilización, y para experimentar Darwin y Fitz Roy -a pesar de sus diferencias- deciden llevarse a Jemmy Button, York Minster y Fuegia Basket -los tres indios yámanas o “fueguinos” así bautizados por los exploradores- a educarse en Inglaterra. Esta idea siguió vigente en la obra de científicos criollos como Francisco P. Moreno, que habla de avance territorial, integración y educación. No obstante, una literatura que incorporaría las dos modalidades -la científica y la militar- en un único discurso, como por ejemplo la de Estanislao Zeballos, llegaría a afirmar la imposibilidad de educar a estos “bárbaros” o “salvajes”, y acompañaría el exterminio desde las letras. En la primera nota del autor en La Conquista de quince mil leguas (1878), agregada en una reedición en respuesta a las críticas recibidas sobre la primera, lo aclara de esta manera:
No censuramos la conducta de los españoles, porque ellos no podían hacer más, escasos de elementos, en un inmenso y desconocido teatro y con millares de indios al frente. Hacemos cargo de haberla seguido a los contemporáneos que, dueños de recursos poderosísimos y más conocedores del teatro en que operan, no han debido permanecer reducidos al sistema defensivo que las circunstancias imponían en la colonia. Al emitir estas opiniones somos consecuentes con nuestra convicción de la eficacia de la ofensiva en la guerra contra el indio.54
El grado de evolución de las comunidades aborígenes era medido en función de una concepción monoculturalista en que todas las sociedades debían medirse según los mismos parámetros y tener las mismas aspiraciones universales. “For the culturalist anthropologist, the search for such universals is itself an exercise in Western ethnocentrism…”.55 Este imagotipo de “ancestros anacrónicos” consolidado por la literatura científica no vino a derribar los anteriores, sino a reformularlos. Darwin escribió sobre la antropofagia entre los yámanas afirmando un inexistente canibalismo y asentó la imagen del espacio geográfico de la Patagonia como “desierto” porque no llegó a pisar las zonas de los lagos australes que tanto deslumbraron al perito Moreno. En parte, cayeron en desuso los conceptos de buen y mal salvaje, que atendían más a cuestiones morales y religiosas que a las biológicas o evolutivas: en la literatura científica el indio ya no era definido como bueno o malo, sino como primitivo.
Pablo Perazzi, en su artículo “Ciencia, cultura y nación: la recepción del darwinismo en la Argentina decimonónica” (2011), explica:
En 1864, el director del Museo Público de Buenos Aires, Hermann Burmeister, publicaba en los Anales del Museo Público de Buenos Aires la traducción de un trabajo suyo escrito quince años antes, al que incorporaba las últimas novedades editoriales: On the Origin of Species de Charles Darwin (1859), The Antiquity of Man de Charles Lyell (1863) y Evidence as to Man’s Place in Nature de Thomas Huxley (1863). Aunque Burmeister -como otras personalidades de la época, en Europa y fuera de ella- discutiría el carácter hipotético e indemostrable de los ‘evolucionismos’, fue a través suyo que los ‘evolucionismos’ penetraron en el ambiente vernáculo.56
Poco más tarde, en 1877, Estanislao Zeballos depositaba en la biblioteca de la Sociedad Científica Argentina el Voyage d’un naturaliste (París, Reinwald, 1875) y la primera traducción al español de Origen de las especies por medio de la selección natural o la conservación de las razas en la lucha por la existencia (Madrid, Perrojo, 1877).57 La mentalidad monoculturalista que reinaba en la época fue rápidamente permeada por estas teorías evolucionistas: para el imaginario social de entonces, el indio -como entidad genérica- pertenecía a un estadio anterior en la cadena evolutiva de la especie humana, y como tal no tenía moral, ni leyes, ni vida espiritual. Todas estas son conjeturas que Mansilla cuestiona en su Excursión a los indios ranqueles, precisamente en 1870, año bisagra entre la modalidad científica y la militar, que comenzaban a fundirse en pos de un proyecto modernizador común.
Dice la historiadora Mónica Quijada Mauriño:
... la imagen colectiva de esos indígenas como grupos nómadas y “salvajes” era en la época -y lo ha sido hasta hace no mucho más de diez años- no ya hegemónica, sino monolítica. [...] todos los que opinaron acerca de “qué hacer con el indio” [...] compartieron tres premisas fundamentales que nadie puso en discusión. Primero, la necesidad de hacer la guerra al indio para eliminar definitivamente las fronteras interiores, afirmando la soberanía argentina y abriendo ese espacio a la “civilización”. Segundo, la aspiración a construir una nación homogénea y moderna. Tercero, el convencimiento de que una condición sine qua non para cumplir este objetivo era la desaparición de los elementos retardatarios, es decir, de aquellos grupos humanos que no compartían las supuestas premisas de la “vida civilizada”.58
La unificación ideológica que plantea Quijada Mauriño tuvo esporádicas fracturas, en las voces de ciertos individuos que tuvieron la capacidad de expresar una mirada alternativa.59 De todos modos, coincidimos en que esta mentalidad uniforme fue la que llevó a la sociedad en general a avalar el extermino.
La etapa de invisibilización
Esa misma mentalidad monoculturalista y hegemónica fue la que dio lugar a la siguiente etapa en esta línea imagológica: la de invisibilización. En ella el indio superviviente o aculturado dejó de ser un tema de debate, un personaje literario, un integrante de nuestra sociedad. La cuestión del inmigrante acaparó la atención de los estudios sociológicos del momento y entró en la literatura por la puerta de los géneros chicos para quedarse. No obstante, el paso de la segunda etapa a la tercera no fue inmediato ni absoluto. Excepcionalmente, encontramos obras que no sucumbieron a estos condicionamientos y se interesaron por las figuras del indio y del cautivo, como la novela Lucía Miranda (1929), de Hugo Wast, y la pieza teatral Liropeya (1928), de Mercedes Pujato Crespo de Camelino Bedoya, dos versiones renovadas del mito de origen en torno del viaje de Caboto.
Hubo, además, una etapa intermedia de transición que no pasó desapercibida y dejó un imagotipo fuertemente instalado en el imaginario social: la imagen parcialmente idealizada del indio, con resabios románticos. Jostic y Lamberti sostienen que “una vez vencido, exterminado y anulado en tanto enemigo peligroso, la ficción ha podido retomar la figura de aquél para pensarla desde otros lugares y ya no desde la “otredad” absoluta”. Y continúan: “En cualquier caso, el indio se constituye en un dispositivo altamente generador que aun hoy tiene una perturbadora potencia movilizadora”.60 Tras el exterminio, la imagen del indio adquirió un grado importante de exotismo, de la mano de cierto erotismo, que ya se manifiesta en las novelas de Zeballos, posteriores a la gran campaña de Roca de 1879.
Dicho imagotipo se extendió hasta el siglo xx en la imagen exotizada y erotizada del indio como amante supino61 que todavía hoy encontramos en ciertas novelas sentimentales de tono melodramático, cuyo trasfondo histórico se instala en la zona de la frontera con el indio, en el siglo xix.62 Esta construcción imagológica del indio parcialmente idealizada -especie de panegírico decadente que usurpó el lugar del epitafio- perderá pronto vigencia y dará lugar a un largo silencio durante la etapa de invisibilización.
La etapa de visibilización
La tercera instancia, desarrollada en los párrafos anteriores, durará hasta la década de los años ochenta, en que la vuelta a la democracia en la Argentina se funde con el auge de las teorías poscoloniales que impactan en Latinoamérica, y con la estética posmoderna. En esta coyuntura, nace una nueva forma narrativa conocida como nueva novela histórica,63 que es el género literario axial de la cuarta etapa de nuestra línea imagológica. En claro contraste con la anterior, convenimos en denominar a esta: etapa de visibilización. Se trata de darles voz a los personajes marginados o silenciados por el discurso historiográfico oficial o de presentar versiones alternativas que quiebren el pensamiento dicotómico de estos discursos consolidados en el tiempo por las ideologías de otras épocas, cristalizadas en ellos. Justamente, en esta cuarta etapa, de plena vigencia en la actualidad, no se trata de reivindicar o beatificar al Otro, porque esto sería invertir los polos pero sostener el maniqueísmo de todos modos. La propuesta poscolonial es, en cambio, restituirles un lugar a aquellos individuos y sus comunidades antes invisibilizados en el discurso historiográfico: los indios víctimas de los ingleses recuperan su voz en Fuegia, de Eduardo Rawson, y en La tierra del fuego, de Sylvia Iparraguirre; las cautivas alcanzan a ejercer su poder femenino en El placer de la cautiva, de Brizuela, La lengua del malón, de Saccomanno y en Finisterre, de María Rosa Lojo; los exiliados tierra adentro dejan atrás el lugar marginal que ocuparon en la historia para encontrar cierto protagonismo en Finisterre, nuevamente, y en La cicatriz, de Daila Prado, por dar algunos ejemplos. Como explica Cristina Pons, el tema del exterminio y el problema de la frontera son recurrentes en la nueva novela histórica.64 Por este motivo, la revisión de la figura del indio aparece en varias obras del género.
Conclusión
Como podemos observar en esta línea imagológica que recorre las imágenes del indio halladas en la literatura argentina a lo largo del tiempo, la imagología se propone revelar los mecanismos de construcción de la alteridad y la identidad en determinados textos atendiendo a su contexto determinante (enfoque sincrónico). Asimismo, el contexto va cambiando con el tiempo y estos cambios se manifiestan en las imágenes del Otro y del Yo que los nuevos textos proyectan (enfoque diacrónico).
Beuchot, retomando ideas de Gadamer sobre la hermenéutica, explica:
Se trata de no ser esclavo de la tradición, pero tampoco prófugo de la misma, sino un aliado suyo, que sepa combinar la seriedad del estudio, con el que nos apropiamos la tradición, y la apertura de la imaginación creativa, con la que aspiramos a ir más allá de ella.65
En este sentido, el filósofo mexicano también recupera -y discute con algunas interpretaciones enquistadas- conceptos del padre del deconstructivismo: “Derrida asigna una gran importancia al texto, como también al contexto (del lado de éste se da la deconstrucción), pero no niega que este último nos conduzca a algo más allá del texto”.66 E insiste en que “es precisamente el contexto el que nos ayuda a salir del texto para ir, a través de su sentido, hasta su referencia, y encontrar la salida al mundo real”.67 Se trata, entonces, de interpretar el texto con equilibrio y proporción (phrónesis) en la creatividad (poiesis) a través de una lectura limitada y, a la vez, informada por el contexto, para poder, además, comprender algo sobre el mundo en el que el texto se produce.
De esta manera, entendemos que las teorías que nos llevaron desde otras líneas hermenéuticas hasta la hermenéutica analógico-contextual nos explican también la evolución de la imagología como disciplina hermenéutica, tal como lo venimos planteando, y evidencian todo su potencial interpretativo y deconstructivo de cara al presente.
Notas
Enlace alternativo
http://publicaciones.uap.edu.ar/index.php/revistaenfoques/article/view/829 (pdf)