Artículos

La democracia en los pliegues de la carne. Un acercamiento a las condiciones subjetivas de lademocracia en Claude Lefort

Democracy in the folds of the flesh. An approach to the subjectiveconditions of democracy in Claude Lefort

A democracia nas dobras da carne. Uma aproximação às condiçõessubjetivas da democracia em Claude Lefort

Cintia Lucila Mariscal
Universidad de Buenos Aires, Argentina

La democracia en los pliegues de la carne. Un acercamiento a las condiciones subjetivas de lademocracia en Claude Lefort

Enfoques, vol. XXX, núm. 1, 2018

Universidad Adventista del Plata

Recepción: 01 Noviembre 2016

Aprobación: 20 Febrero 2017

Resumen: El presente trabajo se inscribe en una interrogación general sobre el problema del poder y los modos de su interiorización, que pretende elucidar la dimensión de la subjetividad tanto en los procesos de reproducción como de transformación del orden social. Se trata de abordar la obra de Lefort bajo un interrogante que le es ajeno, pero con la intención de hallar la especificidad que asume esta problemática desde el interior de su obra. Con este propósito, se repondrán los trazos fundamentales de la teoría de la democracia y la teoría del poder en Lefort para mostrar el modo en que de ella se desprende la necesidad de pensar la subjetividad y su proceso de socialización como condición para la permanencia de la democracia.

Palabras clave: Democracia, Subjetividad, Reconocimiento, Cuerpo, Institución.

Abstract: This paper is part of a general interrogation about the problem of power and its modes of internalization that seeks to elucidate the dimension of subjectivity both in the processes of reproduction and transformation of the social order. The paper intends to approach Lefort’s thought with a foreign question but with the purpose of finding the specificity that takes this problem from within his work. It will be expose the fundamental outlines of his power and democracy’s theories to find there the necessity to research the subjectivity and his process of socialization as condition for the permanency of the democracy.

Keywords: Democracy, Subjectivity, Recognition, Body, Institution.

Resumo: O presente trabalho inscreve-se ao interior de uma interrogação mais geral no problema do poder e os processos de seu interiorização que procura elucidar a dimensão da subjetividade nos processos de reprodução e de transformação da ordem social. Se trata de uma aproximação ao trabalho de Lefort com uma questão externa mas com o intenção de achar a especificidade que assume este problema no interior de seu trabalho. Com este propósito serão recuperadas as linhas fundamentais da teoria da democracia e a teoria do poder em Lefort para mostrar que a necessidade de pensar a subjetividade e o processo de socialização como condição para a permanência da democracia está no próprio trabalho.

Palavras-chave: Democracia, Subjetividade, Reconhecimento, Corpo, Instituição.

Introducción: la interrogación filosófica como pregunta por lo político

La principal exigencia que orientó el trabajo de Lefort se condensa en su propósito de rehabilitar el análisis sobre lo político hasta entonces anulado en el tratamiento que tanto la ciencia política como el marxismo habían proporcionado. Al haberlo reducido a un conjunto de instituciones circunscriptas en un dominio del espacio social y soslayado en provecho de un análisis económico o en términos de clase, estos abordajes ignoraban el carácter político de toda formación social, es decir, el fenómeno mismo de su institución. Restaurar la filosofía política es, pues, a juicio de Lefort, indagar acerca de la constitución simbólica de la sociedad, el hecho de que esta emerge como institución de una forma política, y por consiguiente, histórica, a partir de la realización de tres operaciones conjuntas. Por un lado, toda institución es una puesta en forma de la sociedad a partir de una urdimbre de representaciones. En cuanto a través de estas la sociedad se da a sí misma las condiciones de su visibilidad, ella es puesta en escena de sí y por consiguiente puesta en sentido de lo que es real o imaginario, de lo que vale o no, de lo legítimo e ilegítimo, de las relaciones sociales, etcétera. La institución de la sociedad como estructura simbólica refiere a las operaciones de puesta en forma, en escena y en sentido de un espacio social como mundo común en el que se sientan las coordenadas de un modo específico de coexistencia humana.

Su tarea de pensar la emergencia de las sociedades como formas simbólicas requirió de la elaboración de un nuevo lenguaje político que, tras la emergencia del fenómeno del totalitarismo, se presentaba como una exigencia de primer orden. Lefort abrazaba la convicción de que nada acertado se podría decir del totalitarismo si el fenómeno de la institución y la dinámica de lo instituyente permanecían en las penumbras y, principalmente, si no se generaban las condiciones para comprender la especificidad de la democracia, de sus ambigüedades y los riesgos a los que se veía sometida. El pensamiento de lo político es entonces una reflexión sobre las formas de la historia exigida por la amenaza totalitaria. No en vano Lefort desplegó sus reflexiones a través de un método comparativo y generativo al que creyó capaz para vislumbrar la especificidad de la modernidad. A su juicio, la génesis de la modernidad solo se hacía visible en su relación con un tiempo diferente -la premodernidad- y era tarea de la interrogación filosófica tomar a su cargo un diálogo entre ambos tiempos, dilucidar sus continuidades y sus rupturas. La interrogación filosófica, realizada en contacto con la historia, le permitió a Lefort hallar una profunda mutación simbólica, aquella que daba origen a la modernidad y a la democracia como una forma de sociedad capaz de albergar la falta de fundamento sobre el cual se erigía su propia institución, capaz de acoger la incertidumbre.

A contrapelo de la interpretación que Marx había ofrecido, Lefort observó en la Revolución francesa y en la Declaración de los Derechos del Hombre, el establecimiento de una nueva dimensión que imantaría desde entonces el devenir de los acontecimientos y que antes que hipostasiar la figura de un Hombre universal -el humanismo abstracto denunciado por Marx en La cuestión judía- introducía la idea del carácter indeterminable del hombre. De este modo, señaló la dimensión instituyente de la Declaración, al tiempo que puso al descubierto la profunda discontinuidad que marcaba respecto del antiguo régimen: el advenimiento de un estado de derecho de nuevo tipo caracterizado por un desentrelazamiento de las instancias del poder, del derecho y del conocimiento, en suma, la puesta en forma de una sociedad democrática.

Si Lefort ha podido afirmar que el problema del poder está en el centro del análisis político, es en razón de que la forma misma de la sociedad depende del modo en que se haga presente su lugar y su figura. Si en el antiguo régimen es la figura del cuerpo del rey -en su doble dimensión natural y espiritual- quien encarna el lugar del poder, como fuente de su propia legitimidad, la democracia significará la puesta en evidencia del lugar del poder como un espacio infigurable. La profunda mutación simbólica consistirá en que con la democracia nadie puede pretender encarnar ese lugar, que en adelante permanecerá vacío. Los principios de legitimidad, fuertemente transformados, hacen que la democracia no exista sino en virtud de una dinámica de legitimación continua. La sociedad democrática es un “teatro de la impugnación”1 y su dinámica, la de la defensa de los derechos hasta entonces desconocidos -derecho de las mujeres, de los niños, de los homosexuales, etcétera- inaugurada a partir de la afirmación originaria de los derechos del hombre. Mediante el reconocimiento del valor instituyente de los derechos, Lefort consiguió articular el derecho y lo político. La fuerza simbólica del derecho y de sus orígenes, en la proclamación de los derechos del hombre, radica en el modo en que de ellos depende la puesta en forma de un espacio público y de una experiencia del otro, en suma, de la coexistencia.

Todo sucede como si habiéndose eliminado la convicción de una distinción natural entre los hombres -el proceso de igualación y nivelación que se ocupó de señalar Tocqueville-,2 estos hubiesen hallado las condiciones para emanciparse de lo que antaño resultaba un destino y embarcarse en la conquista de su propia libertad. La experiencia democrática es la de una indeterminación última de los fundamentos del orden social que inaugura un debate interminable sobre el derecho y que, lejos de pretender disolver el conflicto bajo la imagen de un buen régimen de sociedad, lo ampara e institucionaliza, y acepta de este modo el carácter ontológico del ser social: su división constitutiva e ineliminable.

Es porque no hay un ser natural ni divino del hombre, sino que este se encuentra sumido en la indeterminación, que en adelante deberá conquistar su lugar. La lógica de la democracia se organiza en torno de una “demanda de reconocimiento público”.3 Los derechos, si son capaces de imponer una dinámica, lo hacen en la medida en que, desprovistos de fundamentos, le brindan a la democracia sus principios generativos.

La experiencia democrática y la democracia como experiencia

Si hay un rasgo que caracteriza la interrogación filosófica de Lefort, ciertamente, es el haber enfatizado en la dimensión experiencial de la democracia y en el carácter político de la misma. Pensar la democracia le exigió mantenerse alerta a los acontecimientos, pues ellos, en lo que tienen de impredecibles e indeterminables, son la estofa del que la democracia está hecha, su elemento, su carne.4 Sin embargo, esto en modo alguno le significó una vuelta a un empirismo raso, como si la naturaleza de la democracia se percibiera en el orden de las cosas. Por el contrario, el énfasis en el dispositivo simbólico de la democracia tiene el propósito de señalar que de él depende el acceso a lo real, en cuanto este solo es lo que es en tanto que es organizado en y por la dimensión del sentido.

El anclaje en la experiencia humana resulta, pues, un modo de pensamiento e interrogación filosófica que se da bajo la prueba de los acontecimientos, pues es allí donde se hace visible la dimensión de lo político, el índice del carácter instituido e instituyente de la sociedad. Perder de vista la dimensión acontecimental corre el riesgo de caer en la ilusión de una lógica inherente al curso de la historia que guardaría los secretos de su derrotero, y de sostener la figura del filósofo como aquel capaz de asumir una posición de sobrevuelo, como si su pensamiento y su habla no se recortaran siempre en el horizonte de su propia cultura, de su propia experiencia de lo social. Pensar la historia exige, para Lefort, hacerlo desde “el enigma de su institución”, es decir reasumiendo “los signos de una pregunta que excede a cualquier respuesta y permanece siempre implicada en cada una”.5

En este punto, es necesario indicar que si la democracia es institución de una forma nueva de sociedad, no lo es solo por el hecho de haber sido un acontecimiento importante. Cuando Lefort señala el carácter de “mutación simbólica” que asume la democracia, lo hace con el objetivo de precisar que un acontecimiento instituyente es algo más que un hecho de relevancia. Por el contrario, debe ser pensado como la inauguración de una pregunta en virtud de la cual se organizaran una serie de respuestas. Comprender esto exige atender la filosofía de Merleau-Ponty, a quien Lefort recupera y a quien le debe lo fundamental de su pensamiento sobre la institución.

Cuando Merleau-Ponty presenta el problema de la institución, lo hace recuperando la noción husserliana de Stiftung, y bajo la advertencia de que lo buscado a través de ella es “un remedio a las dificultades de la filosofía de la conciencia”,6 en el marco de la cual resultaba imposible pensarla. Esto significaba que la institución no tenía por sujeto una conciencia constituyente y que solo accederíamos a una comprensión de la misma redefiniendo las nociones de sujeto, mundo, el otro y el tiempo. La institución en MerleauPonty no es un acto de la conciencia. Se trata más bien de un género de ser semejante al nacimiento. No hay conciencia que pueda atribuirse la institución de su propio nacimiento porque es este el acontecimiento que, abriendo la posibilidad de un futuro, establecerá las condiciones de su emergencia. Con ello, MerleauPonty quiso decir que la institución tiene un tiempo y un sentido más allá de mí; “lo instituido atraviesa su futuro, tiene su futuro, su temporalidad; lo constituido tiene todo de mí, quien constituye (…). Esta palabra [institución] no tiene sentido para la conciencia, o lo que sería lo mismo, para ella todo es instituido en el sentido de puesto”.7

Si la institución no puede ser reducida a un acontecimiento importante, si por el contrario es preciso señalar, como lo hace Lefort, que se trata de un acontecimiento que funda una mutación, es precisamente en el sentido de que ella es un “acontecimiento-matriz” que abre un porvenir, más allá de la temporalidad de la conciencia, en virtud del cual otros acontecimientos tendrán sentido. La Stiftung es establecimiento de una dimensión de sentido “en relación con la cual toda una serie de otras experiencias tendrán sentido y formarán una continuación,una historia”.8

Pensar la historia desde “el enigma de su institución” es, pues, pensar esos acontecimientos -que Lefort ubica en la Revolución francesa y en la Declaración de los Derechos del Hombre- que son instituyentes, porque es en referencia a ellos que otros tendrán sentido. La relación entre el acontecimiento matriz respecto de los que le suceden es de una naturaleza semejante a la de una pregunta y una respuesta, pero siempre y cuando esta no sea pensada como un estado de desconocimiento al que le sigue su resolución. La pregunta es más bien lo que anticipa una serie de respuestas posibles y estas las que reasumen el interrogante que les dio origen sin jamás conseguir eliminarlo. El acontecimiento-matriz tiene una dimensión instituyente que ninguna institución parcial, ninguna serie que le siga, logrará agotar. Esto es lo que le lleva a afirmar a Lefort que “(…) la institución supone una no-coincidencia entre lo instituyente y lo instituido”.9

Entonces, es la naturaleza misma de lo que Lefort intenta pensar, lo que le impide ubicarse en una posición de sobrevuelo, es decir extrañarse de su situación y del hecho de que sus reflexiones participan de la dinámica inaugurada por la propia institución de la democracia. El pensamiento sobre lo político, es decir por la dimensión instituyente de lo social, es una posibilidad de esta forma de sociedad. Para que una pregunta por la institución y la legitimidad tengan sentido, primero fue preciso que la sociedad haya dejado de verse organizada por una fuente extrasocial, haya dejado de comprenderse a través de un discurso sobre otro lugar, “el trastorno de este discurso sobre otro lugar -es decir, el lugar de la heteronomía- es (…) la condición de posibilidad de un discurso sobre lo político como tal”.10 Una representación teológica del mundo oblitera la posibilidad del discurso sobre lo político porque su naturaleza, sus articulaciones y la legitimidad de su modo de ser provienen de una fuente ubicada más allá de sí -en una potencia divina- encarnada en la figura indiscutible del rey.

Cuerpo político y política del cuerpo. El problema del poder

La empresa asumida por Lefort, de restituir la pregunta por lo político, atestigua la desincorporación del poder como mutación fundamental inaugurada por la democracia. En efecto, ella es una forma de sociedad cuya organización simbólica toma a su cargo la dimensión ontológica del ser social: su división constitutiva, la falta de identidad de la sociedad consigo misma, en suma, el hecho de que “la sociedad democrática es una sociedad dividida, y [que] esta división es constitutiva de su unidad”.11 En la democracia, el poder es lo que garantiza la unidad de la sociedad, pero no aludiendo a la imagen de esta como una totalidad orgánica, sino por el contrario, poniendo en escena sus divisiones y conflictos sociales.

La división y el carácter conflictivo de lo social es lo que una y otra vez hace imposible su figuración como una unidad sustancial, como un cuerpo político. Y es en esta figuración donde radica lo que amenaza el juego democrático, puesto que intenta detener la dinámica que le es constitutiva y de la que depende su legitimidad.

Es esta división intrínseca al tipo de unidad de la sociedad democrática, la que una y otra vez fue ocultada, tanto en las sociedades premodernas -mediante la representación teológico-política del mundo- como por formas modernas de sociedad organizadas bajo el fantasma de lo Uno: el totalitarismo. Una y otra restituyen la representación de la sociedad como un cuerpo orgánico, una totalidad sin fisuras, representando su fuente de legitimidad como absoluta trascendencia o como inmanente a la sociedad como tal. Si bien ambos restituyen la ilusión de la sociedad como un cuerpo político -ya sea con el rey o el partido a la cabeza- el totalitarismo se distingue de la organización teológico-política premoderna en cuanto niega el carácter trascendente del poder. Su empresa es, más bien, “una respuesta a la experiencia moderna de la vacuidad; es un intento de llenar el espacio vacío de poder”12 a través de su materialización en el Pueblo-como-Uno.

Cuando Lefort afirmó que la democracia es aquella forma de sociedad para la cual el poder permanece como un lugar vacío, lo hizo para señalar la imposibilidad de ubicar su legitimidad del modo en que lo habían hecho tanto las sociedades premodernas como las totalitarias. La ausencia de fundamento del poder “implica la pérdida de su referencia tanto al Otro trascendente como al Uno sustancial de la comunidad”.13

La democracia moderna parece poder conjugar dos principios en apariencia contradictorios: el hecho de que en ella el poder emana del pueblo y de que a la vez no es de nadie. El carácter aparente de tal contradicción solo se pone en evidencia atendiendo la especificidad de la tesis lefortiana sobre la vacuidad del poder. En este punto, Lefort ha sido cuidadoso en no confundir la forma de legitimidad de la democracia griega con la de la moderna. Decir que el poder no pertenece a nadie no es equivalente a afirmar su carácter vacío. Los griegos, al aseverar lo primero, han querido indicar que este surge de la comunidad de iguales que tienen derecho a poseerlo; no es de nadie en particular, pero solo en cuanto pertenece a un grupo, un nosotros con límites precisos. La democracia moderna obtiene la legitimidad del poder del “pueblo”, pero manteniéndose este en una indeterminación radical que le impide encarnarse en una figura precisa. De este modo, decir que el poder emana del pueblo afirmando por principio su carácter indeterminado, equivale a señalar que este no es de nadie, pero no porque sea de un colectivo, sino porque nadie puede figurarlo. En la democracia moderna, la dimensión simbólica del poder -que presta a la sociedad los medios para poner en forma su unidad- se sustrae una y otra vez a lo figurativo.

En la democracia, el poder no puede ubicarse ni en el interior ni en un exterior de la sociedad. Si no está situado en un más allá de sí, ni tampoco referido a la inmanencia de sus contornos, es porque es él mismo quien funda las coordenadas respecto de las cuales habrá un adentro y un afuera. El poder como lugar vacío señala “el enigma de autotrascendencia de la sociedad”,14 la dimensión simbólica que “pone de manifiesto una exterioridad de la sociedad respecto de sí misma”.15 Lefort expresó:

Se me imponía la idea de una división originaria, constitutiva de la sociedad como tal, cuyo signo se descubría siempre en la figuración del poder-instancia simbólica que, propiamente hablando, no estaba ni dentro ni fuera del espacio al que confería su identidad, sino que le preparaba simultáneamente un dentro y un fuera”.16

Lo enigmático es, en este caso, el tipo de unidad que le es propia a la sociedad democrática y cuya comprensión compromete un tratamiento específico de la tensión unidad/división. La dimensión simbólica del poder es lo que da unidad a la sociedad, pero no borrando o ignorando sus divisiones, sino en la medida en que las pone en escena. El poder “gesticula hacia un afuera” y solo a través de este gesto la sociedad obtiene su unidad; “el enigma de la institución democrática es el de una sociedad que se conforma escindiéndose, localizando simbólicamente fuera de sí a su otro: el poder”.17

En la democracia moderna, por la misma razón que la división del poder y de la sociedad no remite a un afuera asignable a los dioses, a la ciudad y a la tierra sagrada, tampoco remite a un adentro asignable a la sustancia de la comunidad. O, en otros términos, por la misma razón que no hay una materialización de lo Otro -merced al cual el poder hacía de mediador sin importar su definición- tampoco hay una materialización de lo Uno con la que el poder cumpliría la función de encarnador. El poder ya no se desprende del trabajo de la división con la que se instituye la sociedad; y la sociedad no se relaciona consigo misma sino por la experiencia de una división interna que se presenta no como una división fáctica sino generadora de su constitución.18

Esta vacuidad simbólica del poder -que como lo alerta Lefort y como lo trataremos más adelante, no debe ser confundida con un vacío fáctico- es lo que le impide a la sociedad democrática figurarse como un cuerpo político, “una sociedad que no es ya susceptible de ser encarnada no puede darse la imagen de una unidad orgánica”.19 Por el contrario, la tesis del poder como lugar vacío refiere a su desincorporación y tiene como corolario el desentrelazamiento entre las instancias de la ley, el poder y el conocimiento.

Cuando era la figura del rey quien mediaba con lo invisible de la sociedad -la instancia trascendente de la cual obtenía su legitimidad- él era asimismo la fuente del derecho y del saber. Esto quiere decir que ni el saber ni el derecho se oponían al poder porque todos ellos emanaban de un mismo fundamento. En la democracia, en cambio, el poder ya no cristaliza en una verdad y una justicia trascendentes, porque habiéndose eliminado los fundamentos, “los indicadores de certeza” -como lo llamará Lefort- cada una de estas esferas debe en adelante hallar los modos -siempre precarios- de su legitimación. De ahí que el poder como vacío simbólico suponga una transformación radical de la noción de ley. En adelante, esta no podrá escapar al “interminable trabajo de su enunciación”20 precisamente en razón de que no estará dada de antemano. También en ella, su origen escapa a la figuración y nos pone delante de su ambigüedad constitutiva: por un lado resulta imposible remitirla a una instancia trascendente al tiempo que también reducirla a ser mero producto de lo social. Es ilusorio, a juicio de Lefort, afirmar que la ley es pura convención, porque si bien es cierto que son los hombres quienes la declaran, es precisamente en ese acto donde esta se les escapa y los descubre a ellos mismos como siendo producidos por la Ley que enuncian. En efecto, en el momento en que digo “tengo derecho de”, me ubico indefectiblemente en relación con un primer derecho, una primera ley que escapa a mí y me conforma como aquel individuo que posee el derecho a tener derechos. Comprender esto exige distinguir las leyes positivas que en democracia efectivamente son definidas por los representantes del pueblo de la ley como tal, es decir, como aquella instancia en la que se dirime lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo. Es esta instancia simbólica de la ley de la que también ella se sustrae hacia la figuración y se hace presente como “pura trascendencia”,21 porque en el momento en que nadie escapa a la ley, en la medida en que esta no tiene un depositario, tampoco hay alguien capaz de escapar a la obligación de responder ante ella. Es en este sentido que la ley trasciende a todos.

Llegados a este punto, resulta de relevancia detenernos en una aclaración. No hay que confundir el carácter simbólico de la incertidumbre y la vacuidad del poder con el orden de su existencia real. Lefort nunca afirmó que en las sociedades democráticas nadie “realmente” tuviera autoridad, como si se tratara llanamente de bregar por la anarquía:

Si el lugar del poder aparece no ya simbólicamente sino realmente vacío, entonces quienes lo ejercen no son percibidos sino como individuos cualesquiera, como integrantes de una facción al servicio de los intereses privados, al mismo tiempo que la legitimidad sucumbe en toda la extensión de lo social.22

Cuando Lefort alude a la dimensión simbólica de la vacuidad del poder está queriendo señalar una no coincidencia constitutiva entre quien ocupa la posición de autoridad respecto de su fuente de legitimación. Es esta última, el lugar desde donde emerge, la que es infigurable, la que por principio permanece abierta a una interrogación infinita, y que compromete a los hombres en la empresa de discutir acerca de lo que es o no legítimo.

De modo que el hecho de que en la democracia el poder esté desincorporizado, es decir que ninguna figura pueda prestarle su cuerpo y coincidir plenamente con él, no debe llevarnos a pensar que este existe a expensas de su interiorización, como si habiéndose quedado sin encarnadura, su existencia no tuviera eficacia alguna en los pensamientos, los comportamientos y las creencias de los hombres. Nuestra hipótesis al respecto es que, si bien la democracia nos pone ante una sociedad cuya unidad no es la de un “cuerpo político”, una unidad sustancial o totalidad orgánica, no por ello se encuentra al margen de una verdadera “política del cuerpo”, es decir, de la puesta en forma de modos de socialización y de coexistencia, en suma, de una subjetividad democrática. Con ello no queremos decir que la organización social estaría dada por la unión de individuos que le preexistirían, sino que la puesta en forma de lo social es también puesta en forma de los individuos y de las relaciones entre ellos. Vivir en democracia alude a un modo específico de vivir juntos, que compromete una experiencia novedosa del tiempo, del lenguaje y del otro.

En lo que sigue, se buscará mostrar cómo la pregunta por la génesis de la subjetividad, es decir, por el proceso de socialización a partir de la cual esta se inscribe en un mundo común, no es ajena al pensamiento de Lefort. Aun cuando no la haya tematizado del todo, se encuentran en su obra tanto la necesidad de su teoría como los elementos centrales para iniciar su desarrollo.

Democracia y subjetividad; condiciones subjetivas para la permanencia de la democracia

En primer lugar, es de destacar que la pregunta por la subjetividad, su institución y su eficacia en la dinámica de una sociedad democrática es producto de la mutación simbólica inaugurada por esta. Tal interrogante solo tiene sentido una vez recusados los referentes de certeza que antaño definían, mediante la alusión a una naturaleza humana o a un orden trascendente, tanto lo que los hombres eran como su lugar y posición en el orden social. Por el contrario, la desincorporación del poder y su vacuidad constitutiva llevaron aparejado el despliegue de un espacio público independiente del espacio político -entendido en su sentido convencional- que posibilitó la proliferación de formas de vida, creencia, costumbres y opiniones diversas, y que les permitió a los hombres crearse un lugar en el ordenamiento social.

Es esta apertura del espacio público por fuera del espacio del poder lo que, a juicio de Lefort, se instituye con la declaración de los derechos del hombre y lo que la miopía del análisis de Marx le habría impedido reconocer. Esta escisión, que en última instancia es la de la sociedad civil respecto del Estado, es la que siempre está pronta a disolverse en las sociedades totalitarias. Movidas por una “lógica de la identificación” que conduce a la confusión del lugar del poder con quien detenta la autoridad, estas sociedades disuelven las diferentes formas en que se despliegan las relaciones entre los hombres, sus creencias y opiniones en favor de un aparato burocrático que toma a su cargo la decisión, la reglamentación y el control hasta de los menores detalles de la vida.

Pero pensar la subjetividad no es solo una posibilidad de la democracia y por ende una pregunta por lo político -en el sentido lefortiano del término-, sino también una exigencia de la misma. Sabido es que Lefort vislumbró en la “Revolución democrática” -como gustaba llamarla recuperando la noción de Tocqueville- las condiciones para la emergencia del totalitarismo, y que fue frente a estas amenazas que surgió la necesidad de su teoría. En este sentido, una de las ambigüedades de la democracia -es decir, el punto por cuya tangente puede germinar lo contrario a ella misma- refiere al modo en que esta, sus instituciones y su dinámica es sostenida por el deseo de los hombres. Una sociedad democrática solo puede durar si la interrogación continua, la participación ciudadana y la pregunta por lo legítimo son investidas como un valor. Las instituciones democráticas -afirma Lefort- “no duran sino en la medida en que son sostenidas por un deseo que siempre es amenazado de invertirse”.23 Pensar el modo en que las subjetividades invisten las instituciones democráticas es una exigencia de la democracia porque en parte de ello depende su duración.

Una democracia genuina, es decir, aquella que no se reduce a un conjunto de instituciones [pluripartidismo, parlamentarismo], sino que funciona como un medio de vida, exige de toda una cultura cuya existencia, señalará Lefort, debe tomar la forma de una “segunda naturaleza”.24 De lo cual se sigue que la institución de subjetividades capaces de investir y encarnar instituciones democráticas, supone una verdadera “política del cuerpo”, esto es la puesta en forma de hábitos democráticos, formas espontáneas -y en este sentido “segundas naturalezas”- de percepción, deseo, pensamiento y acción. La pregunta por la democracia, en los términos en los que Lefort la plantea, pone en primer plano la interrogación sobre una subjetividad corporal, capaz tanto de reasumir y hacer propios los sentidos que la sociedad le ofrece como de continuar el movimiento de interrogación propia de la vida democrática.

Sin embargo, a pesar de la insistencia en la dimensión experiencial y vivida de la democracia, llama la atención la ausencia, en los trabajos de Lefort, de una teoría de la subjetividad y de la práctica, y más aún al recordar la importancia que ha tenido en su pensamiento un filósofo como Merleau-Ponty25, a quien la pregunta por el cuerpo y la subjetividad lo acompañó durante toda su obra. Pero esta ausencia no es un vacío. Lefort deja ver, como en filigrana, una concepción de la subjetividad deudora del pensamiento merleaupontyano, es decir entendida como conciencia encarnada, instituida e instituyente, abierta al mundo y a los otros y, por consiguiente, no como del orden de lo insular y solipsista, sino como un ser que se instituye en cuanto es reconocido.

En el artículo “El intercambio y la lucha de los hombres”, Lefort ofrece una lectura del Ensayo sobre el don de Marcel Mauss, y destaca el lugar del reconocimiento en la constitución de toda subjetividad. Su tesis principal apunta a concebir el intercambio de dones, especialmente en sus formas agonísticas como el Potlatch, como una suerte de “lucha por el reconocimiento”. Si el don obliga es porque él mismo ha de pensarse como una exigencia de reconocimiento mediada por las cosas. Pero con ello se advierte que la subjetividad no es algo del orden de la interioridad solipsista, sino que es en los comportamientos -en este caso en el acto de dar- donde la subjetividad se realiza. El yo y el alter se reconocen mutuamente en sus gestos, porque la subjetividad es conciencia encarnada.

El intercambio por dádivas nos parece a primera vista ofrecer el doble carácter, de oposición entre los hombres y de oposición de los hombres a la naturaleza, que hemos descubierto en el Potlatch. En un primer sentido, es el acto por el cual el hombre se revela para el hombre y por el hombre. Dar es tanto poner al prójimo bajo su dependencia, como ponerse bajo su dependencia, al aceptar la idea de que él devolverá. Pero esta operación, ésta iniciativa en la dádiva, supone una experiencia primordial en la cual cada uno se sabe implícitamente entrelazado con el otro; la idea de que la dádiva debe ser regresada supone que el prójimo es un otro yo que debe actuar como yo; y este gesto de retorno debe confirmar la verdad de mi propio gesto, es decir, de mi subjetividad. 26

Plantear explícitamente la pregunta por la subjetividad y por las condiciones mediante las cuales esta interioriza e inviste el mundo social nos enfrenta a nuevos interrogantes, cuya resolución podrían ayudar a responder aquello que Lefort indicó muy bien: ¿por qué el totalitarismo permanece siempre como un riesgo para la vida democrática?

Hemos dicho que una de las notas distintivas de la subjetividad democrática es la de ser capaz de investir la interrogación. Esto es, no solo interiorizar la ley, sino también estar preparada para cuestionarla. Para Lefort, investir la interrogación, es decir, hacerse cargo de la incertidumbre, no es equivalente a reivindicar el relativismo, como si una vez disueltos los referentes de certeza, todo estuviera permitido. Por la vía del relativismo no solo se desvirtúa el sentido más profundo de la mutación simbólica democrática, sino que se esboza la virtualidad del totalitarismo. Según Lefort,

(…) el relativismo es la versión edulcorada, pacifica, del nihilismo, y el nihilismo contiene la virtualidad del terror. Cuando uno se interroga sobre el relativismo en democracia hay que pensar que bajo la exhibición de la tolerancia de los puntos de vista, del “cada uno su derecho, cada uno su verdad”, está la amenaza de la nada, y que de la nada sale el nazismo, un poder de autoafirmación absoluta.27

La pregunta que se inaugura, una vez señalada la importancia de la dimensión experiencial de la democracia y su dimensión instituyente de subjetividad, versa sobre la posibilidad de vivir en la incertidumbre. ¿Es posible vivir sin puntos de referencia y sin referentes últimos? ¿Por qué motivo el repliegue a lo Uno es tentadora aun para quienes nacieron en democracia? ¿Resulta posible distinguir condiciones propiamente subjetivas, por ejemplo la exigencia de reconocimiento como constitutiva de la subjetividad, que brinden principios explicativos de esta tendencia -siempre latente en la democracia- a evitar la incertidumbre? ¿Cuál es el papel de la educación en todos sus niveles, desde el seno de la familia hasta sus formas institucionalizadas, ante esta dificultad? ¿Cómo educar subjetividades democráticas? Desde ya que en el marco de este trabajo resulta imposible responder estas preguntas. Contentémonos con señalar en el pensamiento de Lefort algunos indicios por donde podría iniciarse este trabajo.

En “La dissolution des repères et l’enjeu démocratique”,28 Lefort abordó de frente esta problemática, en el marco de una lectura crítica del pensamiento de Leo Strauss. En esa oportunidad, se interrogaba lúcidamente acerca de la posibilidad de vivir en la incertidumbre;

Si la democracia moderna es el teatro de una indeterminación radical, si ella suscita a la vez una disolución de las marcas de certidumbre [rèperes de la certitude] y la aceptación del conflicto y de un poder que lo organiza sin poder liberarse de él, hace falta preguntase si ella puede ser tolerada por mucho tiempo. ¿Ella dispone de medios para encauzar las pasiones que engendran los totalitarismos?29

Frente a tal interrogante, Lefort afirmó que la disolución de los referentes de certeza, constitutivos de la vida democrática, era algo por completo opuesto al relativismo de los valores, dado que ella misma surgía del gesto de defensa de los derechos y del rechazo de un poder arbitrario. Por tal motivo -señalaba Lefort- aun cuando Strauss haya sido un ferviente lector de la filosofía política clásica, nunca suscribió a la tesis platónica de la democracia como una suerte de “gran bazar”, una forma degenerada del buen régimen y reducida a ser la dimensión política de un “alma licenciosa”.

Si Strauss (…) no explota este argumento al servicio de su crítica de la democracia, es por una buena razón. Le sería difícil pretender, en efecto, que la democracia moderna es el régimen de la licencia como lo pensaba Platón, porque no ignora que ella surgió bajo el reino de la defensa del Derecho y del rechazo de lo arbitrario.30

De modo que la incertidumbre democrática es solidaria con la formación de una ética, es decir, con la afirmación de un conjunto de valores que ponen en forma y en cierto modo unifican los diversos estilos de vida; “para que semejante sociedad logre mantenerse unida a despecho de la multiplicidad de los intereses, de las opiniones, de las pasiones que la desgarran, es preciso que haya surgido en cierto grado una ética de la duda”,31 una duda que ciertamente no es escéptica -lo cual significaría volver sobre una forma de relativismo-, sino que debe ser pensada como “incertidumbre fecunda”,32 vale decir, como una forma de conocimiento. La incertidumbre no es escepticismo porque ella es apertura de los horizontes y no vacilación total de lo que se afirma en la experiencia presente. Si todo es incierto, entonces nada lo es. Para ser, la incertidumbre debe figurarse sobre un fondo de certeza que, aunque siendo ontológicamente precaria, debe tener cierto grado de permanencia.

A nivel de la subjetividad y de la experiencia vivida, la democracia solo es posible en la medida en que esta “ofrezca a cada uno la garantía de participar en un mundo común, la garantía de comunicabilidad de todas las experiencias, mientras ella suministre un marco simbólico para las cuestiones que cada uno enfrente”.33 Todo sucede como si la sociedad tuviera a su cargo la exigencia de proveer de sentido a la subjetividad, so pena de que en su ausencia se corra el riesgo de “arrojar a una cantidad creciente de individuos en el desamparo y de provocar una demanda de orden y de certidumbre en beneficio de nuevos demagogos”.34

La importancia de la subjetividad y de su socialización bajo la ética democrática radica en que solo a través de ella resulta posible sortear la amenaza totalitaria. La permanencia de la vida democrática exige así una puesta en forma del deseo.

A mis ojos ningún artificio institucional puede impedir a la democracia derivar hacia el totalitarismo, sucumbir a la tentación de lo Uno. Solo es eficaz el deseo de los hombres de aceptar la diferencia y la alteridad. Pero también es necesario que éste se refleje en una concepción nueva de la comunidad, que anime una ética de la coexistencia, que encuentre una tradición donde fundarse.35

El deseo que expresa el valor universal de la vida democrática es, a juicio de Lefort, el deseo de reconocimiento recíproco, pues solo a través de él resulta posible aceptar al otro en su diferencia. No en vano Lefort destacó la tolerancia como la virtud democrática por excelencia.

El comportamiento democrático no es el de un individuo aislado que persigue de modo egoísta sus intereses individuales, en primer lugar, porque tal individuo no existe, ni tampoco una sociedad construida mediante la sumatoria de estos seres atomizados. El individuo social se descubre a sí mismo en su relación con los demás. Si como se dijo, este no antecede al derecho, sino que se instituye a través de él, entonces serán los derechos mismos los que tampoco podrán pensarse como propiedades singulares. La insistencia con la que Lefort enfatiza que el derecho a hablar es también el de oír, el de escribir también lo es de leer, es para marcar la reversibilidad constitutiva entre el ego y el alter, el hecho de que el individuo solamente es en cuanto inscripto de entrada en una búsqueda de reconocimiento de uno por el otro. Los individuos ni aislados ni opuestos son como pliegues de un mismo tejido; forman parte de la carne de lo social:

El derecho a la opinión no es en modo alguno un derecho a poseer esa propiedad privada que sería la opinión, es el derecho a hablar, escribir y, públicamente a hacerse oír. Instala de entrada un circuito, y es ese circuito el que constituye la especificidad de una sociedad democrática.36

Vuelvo a la cuestión de lo universal, porque es ahí donde se plantea: no es posible dejar de definirse en función de un modelo de reconocimiento recíproco en la sociedad, y la democracia vehiculiza realmente una representación de lo universal porque, si hay un valor universal, realmente es ese, ese reconocimiento recíproco que pasa necesariamente por la aceptación de la no-totalización, la aceptación de la no-homogeneización de lo social, la aceptación de la innovación, la aceptación de la indeterminación.37

La importancia del reconocimiento es central para Lefort, pues su búsqueda -por principio inacabable, en la medida en que no hay un sentido último que detenga su exigencia- constituye la vitalidad de la vida democrática y se halla en la base del carácter generativo de los derechos.

Necesidad de sentido y búsqueda de reconocimiento se vislumbran entonces como condiciones que la subjetividad impone al juego democrático, y de cuya satisfacción dependen las posibilidades de su permanencia.

Conclusión

El abordaje comparativo y generativo con el cual Lefort interroga la historia le ha permitido observar con rigurosidad las discontinuidades que la modernidad supuso respecto del antiguo régimen, así como problematizar los índices de la permanencia de horizontes pretéritos en la forma de sociedad democrática.

En lo que concierne al problema del poder en la democracia, Lefort lúcidamente señaló una mutación fundamental respecto del antiguo régimen, de la que hemos señalado sus aspectos principales. Con ello se buscó mostrar que aun cuando en la democracia el poder ya no dé origen a un cuerpo político -una sociedad figurada como totalidad sin fisuras-, no por ello debía desconocerse la importancia de su interiorización por parte de los sujetos, vale decir, el modo en que la subjetividad misma se instituye incorporando los valores y sentidos, que aunque sean ontológicamente precarios, son los sostenidos por esta sociedad. Por ello, se distinguió entre el poder como “cuerpo político” de una “política del cuerpo”, señalando con ella la dinámica instituyente de subjetividades, propia de toda vida democrática.

La operación de lectura hasta aquí ofrecida perseguía la intención de mostrar que la pregunta por la subjetividad y por su proceso de socialización, aun cuando no estuviese del todo tematizada, se vislumbraba al interior del pensamiento de Lefort. Este interrogante primero se articuló en torno a la relación entre incertidumbre y experiencia, para en función de ello, poner de manifiesto la importancia que tiene para la permanencia de la democracia el brindar marcos simbólicos capaces de suplir las demandas de certidumbre evitando así el pasaje al totalitarismo o a la demagogia. En este punto se trabajó sobre la noción de ética democrática mostrando las distancias entre la incertidumbre y el relativismo. Finalmente, se señaló lo que podría considerarse como lo más cercano a una definición de la subjetividad para Lefort, esto es, no un individuo aislado, sino un ser en relación, cuyo comportamiento desde un principio tiene como horizonte a un otro. Subjetividad y reconocimiento recíproco se presentaron como términos solidarios al punto de afirmar que ego y alter ego resultaban ser como pliegues de un mismo tejido, la carne de lo social.

Restaría a partir de este punto indagar las condiciones en virtud de las cuales la búsqueda de reconocimiento deriva en formas que desvirtúan la reciprocidad sin por ello dejar de proporcionar índices de certeza, es decir, las condiciones en las que la subjetividad, en su proceso de socialización, interioriza formas de sentido que detienen su fuerza instituyente y favorecen el consentimiento a su propia dominación. El trabajo hasta aquí desarrollado apuntó a señalar que es en el despliegue de una teoría de la subjetividad y de la práctica donde hay que buscar las condiciones de ejercicio de una vida democrática, así como los riesgos que continuamente la amenazan.

Notas

1 Claude Lefort, Democracia y representación (Buenos Aires: Prometeo, 2011), 87.
2 La importancia con la que Lefort se ha detenido en la obra de A. Tocqueville (1805-1859) se debe al hecho de haber hallado en él un momento original de la tradición democrática. Indicando que la democracia es algo más que un conjunto de instituciones y procedimientos porque no puede ser reducida a una forma de gobierno, Tocqueville afirmó lo que en adelante será la principal convicción de Lefort: la democracia es fundamentalmente una forma de sociedad. Será entonces, con y contra el pensamiento de Tocqueville, que Lefort irá construyendo su teoría dela democracia. Para una profundización del vínculo entre ambos filósofos, ver Claude Lefort,«De l’égalité à la liberté, fragments d’une interprétation de La Démocratie en Amérique», Libre 3 (1978), Claude Lefort., Essai sur le politique : XIX-XXe siècles, (Paris: Éd. du Seuil, 1986).GUELLEC, L.»La complication : Lefort lecteur de Tocqueville” Raisons politiques 1 (février 2001): 141-153.
3 Lefort, Democracia y representación, 101.
4 Es conocida la estrecha relación de C. Lefort con M. Merleau-Ponty, quien fue su maestro y amigo. A él le debe la noción de “carne”, elaborada en el último período de la filosofía merleaupontiana, fundamentalmente en su obra póstuma y editada por el propio Lefort, Lo visible y lo invisible. Esta noción fue desarrollada en el marco de una empresa destinada a elaborar una ontología novedosa capaz de rehabilitar la dimensión de lo sensible. La noción de carne busca definir el Ser aproximándose a la noción griega de “elemento” y con ello trascender la oposiciones estructurantes de la ontología tradicional según la cual el ser es o cosa o conciencia. La carne como elemento torna imposible pensar al Ser como sustancia, como algo positivo. La carne es dimensionalidad, tejido de diferencias. No hay, pues, oposición entre conciencia, el mundo, el cuerpo, los otros, la sociedad, sino que todos ellos no son sino pliegues de un Ser de indivisión.
5 Claude Lefort, La invención democrática (Buenos Aires: Nueva Visión, 1990), 213.
6 Maurice Merleau-Ponty, Filosofía y Lenguaje (Buenos Aires: Proteo, 1969), 49.
7 Maurice Merleau-Ponty, La institución, la pasividad. Notas de curso en el Collège de France (1954-1955), (Barcelona: Anthropos, 2012), 7.
8 Ibíd., 8.
9 Claude Lefort, “Prefacio” en Merleau-Ponty, La institución, la pasividad, 8
10 Bernard Flynn, Lefort y lo político (Buenos Aires: Prometeo, 2008), 198.
11 Annunziata Rossi “Claude Lefort para el siglo XXI” en Lefort, El pueblo y el poder (Buenos Aires: Prometeo, 2014), 5.
12 Flynn, B., Lefort y lo político, (Buenos Aires: Prometeo, 2008), 26.
13 Annunziata, “Claude Lefort para el siglo XXI” en Lefort, C., El pueblo y el poder, (Buenos Aires: Prometeo, 2014), VIII.
14 Flynn, Lefort y lo político, 206.
15 Claude Lefort, La incertidumbre democrática (Barcelona: Anthropos, 2004), 67.
16 Claude Lefort, Écrire. À l’épreuve du politique (Paris: Calmann-Lévy, 1992), 313.
17 Claude Lefort, “El trabajo de la incertidumbre”, en La incertidumbre democrática, ed. Esteban Molina (Barcelona: Anthropos, 2004), 16.
18 Lefort, La incertidumbre democrática, 69.
19 Lefort, Democracia y representación, 147.
20 Ibíd.4.
21 Ibíd.
22 Lefort, La invención democrática, 42.
23 Lefort, Democracia y representación, 218.
24 Ibíd, 97.
25 Para una exploración de los vínculos entre Lefort y M. Merleau-Ponty cf. Bernard Flynn, “Lefortin the Wake of Merleau-Ponty” en Chiasmi International 10 (2008): 251-262; Leonardo Eiff,“La experiencia de lo político. Dimensiones del pensar de Claude Lefort” en Crítica contemporánea. Revista de Teoría Política 5 (2015): 82-115; Flynn, Lefort y lo político.
26 Claude Lefort, “El intercambio y la lucha entre los hombres”, en Las formas de la historia (México: Fondo de Cultura económica, 1988), 24. (La negrita es nuestra).
27 Lefort, Democracia y representación, 116.
28 Cita de traducción propia obtenida de Claude Lefort, “La dissolution des repères et l’enjeu démocratique”,en Le temps présent. Écrits 1945-2005 (Paris: Belin, 2007), 551-568.
29 “Si la démocratie moderne est le théâtre d’une indétermination radical, si elle suscite à la fois une dissolution des rèperes de la certitude et l’ acceptation du conflit et d’ un pouvoir qui le règle sans s’en délivrer, il faut alors se demander si elle peut être longtemps tolérée. Dispose-t-elle de moyens d’endiguer les passions qui engendrent les totalitarismes?”.
30 Lefort, Le temps présent. Écrits 1945-2005, 559.
31 Lefort, Democracia y representación, 149.
32 Ibíd.
33 Ibíd, 166. (El destaque es nuestro).
34 Ibíd.
35 “A mes yeux aucun artifice institutionnel ne peut empêcher la démocratie de dériver vers le totalitarisme, de succomber à la tentation de l’Un. Seul est efficace le désir des hommes d’accepter la différence el l’altérité. Mais encore faut-il qu’il vienne à se réfléchir dans une conception nouvelle de la communauté, qu’il anime un étique de la coexistence, qu’il trouve à se fonder dans une tradition”. Lefort, Le temps présent. Écrits 1945-2005, 559. (Traducción propia).
36 Lefort, Democracia y representación, 201.
37 Ibíd., 202.

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